domingo, 13 de agosto de 2023

El día en que estuve con una diosa

En Nepal tienen una curiosa costumbre. Entre las familias de una casta determinada eligen a una niña de cuatro o cinco años como reencarnación viviente de la diosa Durga, siempre que cumpla determinados requisitos: tener un horóscopo concreto y un mapa astral favorable, presentar treinta y dos rasgos físicos determinados (por ejemplo, pestañas de vaca, voz clara como un pato...) y superar algunas pruebas que tienen como objeto eliminar a las que se asusten fácilmente. Las encierran  en una habitación oscura con ruidos terroríficos y la rodean danzantes con máscaras grotescas y amenazantes. Si durante un rato soporta esto sin inmutarse, prueba superada.

La niña finalmente elegida, la Kumari, es adorada por todos los nepalíes, tanto budistas como hinduistas, incluso por el rey y el primer ministro. Se la traslada a un palacio situado en una de las plazas principales de Katmandú y se la mima 

Su papel como Kumari continua hasta que vierte sangre por primera vez, ya sea porque se haga cualquier herida (para evitar eso jamás pone un pie en el suelo, la llevan en brazos, en unas andas, en una carroza en las procesiones religiosas), ya sea por la menarquía. A partir de ese momento vuelve a ser una mortal y se elige a una nueva niña. Mientras sea la kumari ni saldrá del palacio, excepto para algunas fiestas. Normalmente, sus padres dejan sus trabajos para servirla. Solo puede comer un comida ritual, "pura".

Aunque sea considerada una diosa, la Kumari es bastante accesible. Puedes ir a su palacio y esperar bajo su ventana. Cuando se hayan congregado suficientes personas, uno de sus guardianes llamará a sus cuidadoras, y la Kumari aparecerá por unos momentos en la ventana, donde se la puede fotografiar sin problemas.

Una Kumari deja de serlo cuando tiene su primera regla. En ese momento comienza el proceso de selección de la siguiente, entre las niñas de la casta Shakya, y para ello deben poseer 36 virtudes que las hacen "perfectas", entre ellas el color de sus ojos, la forma de sus dientes o el tono de su voz.

También se dice que trae mala suerte casarse con una ex-kumari.

Yo, como todos los turistas que pasan por Katmandú, fui a ver a la Kumari. No todos los días se puede estar a escasos metros de una diosa viviente. A mi alrededor, otras personas comentaban el hecho con la típica actitud condescendiente: "Pobrecillos, ¿cómo van a progresar mientras tengan estas creencias?" "Y esa niña da lástima porque después de pasar su infancia tratada como una diosa, ¿cómo va a adaptarse al mundo real?"

A mí entonces me quedaba una pizca de prudencia, por lo que me callé lo que estaba pensando: "¿Y eso lo decís vosotros, que tenéis en cada casa dos o tres Kumaris, aunque se llamen Alejandro, María o Julia? ¿Vosotros, que no sólo endiosáis a vuestros hijos sino que también pretendéis que los demás compartamos esa adoración? ¿Vosotros, que los inundáis de regalos, que los enseñáis a rehuir las obligaciones, que los hacéis vivir en un mundo inexistente dificultando su crecimiento y maduración personal?"