lunes, 1 de junio de 2020

La (pasión) cogorza turca



Cuando viajo sola lo hago según itinerarios ya muy trillados, llevando de antemano todo el asunto de los desplazamientos y el alojamiento arreglado, aunque de forma que conserve cierta libertad y, sobre todo, independencia. Pero cuando he viajado con ese grupo de gente algo chalada con la que he ido a esos sitios tan poco frecuentes, muchas veces ha resultado que hemos ido abriendo rutas que luego las agencias han aprovechado.

Para preparar un viaje, el que hace las veces de jefe del grupo se presenta en la agencia con un mapa y dice: “queremos ir aquí, aquí y aquí”. Lo que ocurre es que el mapa muchas veces corresponde a mediados del segundo milenio a. C., por ejemplo y la ruta que queremos recorrer no tiene nada que ver con los recorridos habituales que se hacen por ese país, y las ciudades que aparecen en ese mapa ya no existen, o se llaman de otra forma, o están deshabitadas y lejos de cualquier carretera medio decente Porque resulta que la mayoría de mis compis de viaje se dedican a la arqueología o a la historia antigua. Precisamente lo que los une es que todos fueron alumnos de un famoso profesor de universidad de esa materia. Más de una vez nos han hecho un itinerario a medida y un par de años después lo hemos visto en el catálogo de la agencia. También los guías, una vez en el país en cuestión, nos han comentado que al llegar a sus manos el trayecto que teníamos que hacer se han dado cuenta de que éramos un grupo poco corriente, por los sitios tan recónditos que queríamos visitar.

Esa particularidad nos ha llevado a veces a lugares donde no había llegado jamás un grupo de turistas, con situaciones bastante curiosas. Por ejemplo, un pueblecito de Turquía bastante alejado de las rutas habituales, pero que nos venía de perlas para pasar la noche, teniendo en cuenta el camino que íbamos a hacer al día siguiente. El pueblo en sí no tenía nada de particular, pero al menos contaba con un lugar muy limpio donde alojarnos, lo que ya era bastante.

La llegada fue apoteósica. El Ayuntamiento en pleno, los niños del colegio agitando banderitas y un grupo folklórico tocando música. Aquello parecía una secuencia de “Bienvenido Mr. Marshall”. Estaban tan emocionados que nos invitaron a una boda que se celebraba esa misma tarde. Allí en el pueblo nadie entendía ni una palabra de castellano, y sólo dos o tres chapurreaban algo de inglés, pero nos hicieron comprender que estarían encantados de que asistiéramos a la fiesta. Estábamos seguros de que aquello daría que hablar para años y años.

No queríamos abusar, de forma que nos presentamos al final de la fiesta, cuando ya la cena (o lo que fuera que hubiera habido) había terminado. Había pequeños dulces, muy empalagosos, con mucha miel, alcohol en cantidades industriales, música y baile. Los novios y sus padres se pusieron como en fila, y todos pasamos saludando uno a uno. Los señores, todos con unos bigotazos enormes, nos arreaban unos besos tremendos, muy entusiasmados por la novedad. Se notaba que llevaban ya unas cuantas copitas encima.


Después del saludo, y antes de que nos diéramos cuenta, teníamos todos en la mano un vasito con un licor tipo aguardiente, fuerte de narices. Eso sí, al segundo vasito la lengua ya la tenías medio acorchada y dejabas de sentir lo fuerte que era. Al tercer vasito la garganta empezaba a anestesiarse, y ya no quemaba. Comíamos dulcecillos de aquellos, para que aquel fuego líquido no cayera en estómago vacío, pero el maldito licor nos iba tomando la delantera poco a poco.

Las viejucas con pañuelo en la cabeza, sin embargo, trasegaban como si nada. Mis amigos, sumamente ofendidos porque aquellas abuelillas bebían como si fuera agua, se picaron, y al poco rato todos estábamos como cubas. Todos los españoles, claro. Los turcos parecía que habían estado bebiendo Fanta.

Cuando nos fuimos la fiesta estaba en su punto álgido, pero nosotros íbamos andando hacia nuestro alojamiento de dos en dos, apoyándonos cada uno en el otro para que no nos fallaran los pies. Al día siguiente teníamos un dolor de cabeza horroroso. Creo que fue, de todos los desayunos que hemos hecho juntos en todos estos años, el único en el que hubo silencio absoluto. Ni siquiera removíamos el café, por no oir el ruidito de la cucharilla.

Confraternizar con la población autóctona hasta esos límites puede ser muy peligroso.

2 comentarios:

Concha dijo...

Las cosas que no hayas visto o no te hayan pasado...qué bueno este relato!😍😘

Carmina dijo...

Concha, que llegues a un pueblecito turco y te inviten a una boda...tiene su punto.