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domingo, 29 de agosto de 2021

Noche de luna llena en Agra

 


Semana Santa de 1985. Esa tarde yo había llegado a Agra (India) con un grupo de amigos, y nos habíamos alojado en un estupendo hotel. Después de una fantástica cena estábamos tirados en unas tumbonas en el jardín. La temperatura era ideal, y la conversación era muy animada. Habíamos pasado ya por el bullicio de Bombay; por la increíble isla Elefanta con sus cuevas santuarios llenos de esculturas talladas en la misma roca; por las más increíbles todavía cuevas de Ellora y Ajanta; por Udaipur, la “Ciudad de los Sueños”, con el palacio del maharana y el lago Pichola; por Jaipur, la ciudad roja… Pero a pesar de nuestro asombro y nuestro entusiasmo, intuíamos que nos esperaba lo mejor.

Nuestro guía (un sij del que no recuerdo el nombre, sólo que empezaba por “B”), que charlaba con nosotros en el jardín, se levantó y fue a hablar por teléfono. Al volver, 10 minutos después, nos dijo que le siguiéramos, que nos iba a dar una sorpresa. Algunos pensaron que nos llevaría al comercio de un amigo, para ganarse una comisión, y no quisieron moverse de aquel delicioso jardín. Finalmente, unas 10 personas lo seguimos y a la entrada del hotel encontramos nuestro microbús, que nos estaba esperando.

A pesar de que era ya de noche, las calles estaban animadísimas, llenas de tenderetes, puestos de comida, bicicletas, gente comprando, tomando té, jugando a diversos juegos o, simplemente, mirando a los que pasaban. Llegamos a un muro con un gran portón, al que B. llamó. Intercambió algunas frases con el hombre que abrió y nos indicó que entráramos. Todo estaba bastante oscuro y no teníamos ni idea de lo que íbamos a ver. B. nos guió un corto trecho y de pronto nos dijo: “Mirad” y lo que vimos al girar la cabeza fue… el Taj Mahal ante nosotros, iluminado por la luz de la luna llena.

Nadie dijo ni una palabra. A la impresión de esa visión se unía el que, de pronto, todo el bullicio de la calle había dejado de oírse, a pesar de que estábamos al aire libre. Era como si además de lo que estábamos viendo, nos hubiéramos quedado sordos de repente, lo que acentuaba la sensación de irrealidad.

B. nos dijo: “dentro de 1 hora, aquí en la puerta”. Sin ponernos de acuerdo, porque nadie pronunciaba palabra, cada uno se dirigió hacia donde le apeteció. Todos decidimos caminar en solitario, acercándonos al monumento por distintos caminos, parándonos para sentarnos en un banco de piedra o para tumbarnos en la hierba un ratito. Y con una luna enorme que alumbraba como si hubiera cientos de luces encendidas. Finalmente fuimos llegando, como un goteo, al mausoleo, donde unas lamparillas iluminaban las tumbas de Shah Jahan y Mumtaz Mahal.

De mala gana volvimos a la puerta de entrada, donde nos esperaba B. Con gusto me hubiera quedado allí toda la noche.

Desde entonces he viajado mucho, sobre todo por Asia. He visto monumentos impresionantes y paisajes increíbles, pero nada comparable a aquella hora pasada en el Taj Mahal.



Al día siguiente volví, a media tarde, con todo el grupo. pero ya no era lo mismo. Estaba lleno de gente, aunque no resultaba molesto. La mayoría eran del país. Los saris de las mujeres contrastaban con el blanco del mármol, pero faltaba el silencio, aunque los visitantes no eran como esos turistas bullangueros, hablaban y se movían como con respeto, como si estuvieran en un espacio sagrado, pero nada como la visita nocturna. El Taj Mahal ésta abierto cinco noches al mes. La noche de la luna llena y las dos anteriores y posteriores. Merece la pena sincronizar la visita a Agra con la luna.

 

lunes, 10 de mayo de 2021

El sadhu con tarjeta de visita, Jaipur. India

 


Así, como una princesa en su elefante de paseo, llegué al fuerte Amber,  a 11 km. de Jaipur.

El fuerte Amber es una maravilla que recomiendo visitar, un palacio de mármol dentro de una fortaleza de piedra arenisca roja. Fue inaugurado a fines del siglo XVI. Los turistas tenemos la oportunidad de subir la colina a lomos de un elefante, cuatro en cada asiento dándonos la espalda dos a dos. En el patio, nos bajamos en una plataforma donde comenzamos la visita. En esa plataforma vi a un señor mayor que me llamó la atención. Los indios que conocí eran amigables, sonrientes y atentos, así que me dirigí a él por si no le importaba que me pusiera a su lado para una foto. Muy sonriente, asintió en seguida. De la misma forma, me fotografié con unos cuantos a lo largo del viaje. Entonces vi a un señor cuyo aspecto llamaba poderosamente la atención. Delgado como un palo y con la piel como cuero viejo, Una larga melena blanca recogida en parte en una coca en lo alto de la cabeza mientras el resto se desparramaba en rastas. Barba de "profeta". Por vestimenta estaba envuelto en dos trozos de tela, uno amarillo y otro rojo. En la frente las tres líneas blancas horizontales que lo identificaban como seguidor de Siva, Al cuello un collar de semillas de dos vueltas. En la mano la vara terminada en un tridente que también es un distintivo de su estado en la vida. Era un sadhu.

Un sadhu es un asceta hindú o un monje que sigue el camino de la penitencia y la austeridad para obtener la iluminación y la felicidad.


En la sociedad india la vida se divide en fases, cada una con sus obligaciones y limitaciones. La primera fase es la infancia, el tiempo en el que se debe, sobre todo, estudiar y aprender. La segunda fase, la del hombre adulto. Es el momento de formar una familia y trabajar para mantenerla. En la tercera fase se cultiva la espiritualidad, leyendo textos sagrados y acudiendo como peregrino a los lugares santos. Cuando una persona ya ha cumplido con sus deberes familiares y ya no tiene hijos que dependan de él. Es la cuarta fase de la vida en la religión hindú, después de estudiar, de ser padre y de ser peregrino. La tradición sadhu consiste en renunciar a todos los vínculos que los unen a lo terrenal o material en la búsqueda de los verdaderos valores de la vida. Se abandona la familia, la casa y hasta la ciudad donde se ha vivido siempre, Por norma general, un sahdu vive incluido en la sociedad, pero intenta ignorar los placeres y dolores humanos. Se abandonan todas las posesiones materiales y se vive de limosna. Un sadhu no posee más que su bastón y un cacharrito de metal, presente en la foto, que utiliza para beber y para pedir limosna. 

Muchos sadhus imitan la vida mitológica de Shiva, el principal de todos los ascetas. Llevan un tridente simbólico y se pintan tres rayas horizontales con  ceniza en su frente para representar los tres aspectos de Shiva en su búsqueda asceta para destruir las tres impurezas (egoísmo, acción con deseo y el maya).

Me acerqué a mi sadhu y le pregunté si accedía a hacerse una foto a mi lado. Como ya me había pasado en otros momentos del viaje, no puso ninguna objeción. Lo que no me esperaba era que colocara la mano sobre mi cabeza, como si me estuviera bendiciendo. Y así pasamos a la posteridad, Yo muerta de risa y él muy en su papel, mirando muy derecho a la cámara. Todavía me sorprendió más lo que pasó a continuación: Entre sonrisas, me despido de él para iniciar la visita del fuerte y me pone en la mano un papelito doblado. Era un trozo de papel arrancado de un cuaderno de esos con dos rayitas. Y en el papel, hecho con una imprentilla casera como una de juguete que le trajeron los Reyes a mi hermano cuando éramos pequeños, con tinta violeta, se leía muy claramente:

Trishul Baba
Fuerte Amber. Jaipur. India.

Vamos, como una tarjeta de visita. Había algo más escrito, pero como estaba escrito en el alfabeto usado en India, no sé qué decía. 

   

lunes, 13 de julio de 2020

Un lugar imposible de inventar. Benarés, India



Benarés es una ciudad única en el mundo, y no lo digo por sus monumentos, ni por sus paisajes, ni por sus fiestas, su artesanía o su gastronomía. Es el lugar donde cualquier persona con más sensibilidad que prejuicios deja de lado todo lo que hasta ese momento ha pensado, sentido o creído, y llega a pensar que no sólo está realizando un viaje en el espacio, y hasta en el tiempo, sino también algo más, difícil de explicar.



Después de atravesar una masa humana como no verás en ningún otro lugar de la India, llegarás a los ghats que bajan hasta la Madre Gangá, el Ganges. Si tus prejuicios superan a tu sensibilidad, te fijarás especialmente en que hay mucha suciedad por las calles de esa ciudad medieval, algo inevitable en un lugar donde confluyen diariamente miles de peregrinos, te desconcertará el hecho de que no haya límites bien marcados entre la muerte y la vida, lo sagrado y lo profano, el misticismo y la vida cotidiana. No estamos acostumbrados a culminar un viaje al centro de nuestra alma a escasos centímetros de un barbero que afeita a su cliente, o a que los niños jueguen zambulléndose muy cerquita de una pira donde se incinera un cadáver mientras los familiares varones del fallecido contemplan, sin llantos, como el cuerpo material se descompone al separarse los cinco elementos de los que está formado. Ese aparente caos, que permite que todo se mezcle, de entrada repugna a nuestra tendencia a la clasificación, al orden. Si podemos superarla durante un rato a lo mejor llegamos a comprender el lazo emocional que une a aquella gente con el río, su lazo sagrado con la naturaleza.



viernes, 19 de junio de 2020

La locura de Akbar




Tumba de Salim en Fathepur Sikri
   El emperador Akbar, tercero de los emperadores mogoles de la India, tenía todo lo que podía desear, menos un heredero. Hombre muy religioso, hizo una peregrinación a la ciudad santa de Ajmer, un centro de la secta sufí del Islam. De regreso pasó por un pueblecito donde vivía un santo sufí llamado Salim, al que fue a visitar. Salim le dijo que tendría no uno, sino tres hijos.

Entusiasmado, Akbar hizo construir una residencia en aquel pueblecito, donde meses después, el 30 de agosto de 1569, nació su hijo, al que llamó también Salim (aunque luego reinó con el nombre de Jahangir). En agradecimiento, Akbar decidió construir en aquel sitio una gran ciudad a la que trasladaría su capital, que entonces estaba en Agra, a 35 km.

En aquel lugar había una loma rocosa de unos 3 km. de largo y 1’5 km. de ancho. Akbar ordenó cortar la cima para hacer sitio a la ciudad. Al pie de la loma creó un lago artificial de 33 km. En poquísimo tiempo se levantó una ciudad completa, toda tallada en piedra arenisca roja. La llamó Fatehpur Sikri.

Un sacerdote español que por entonces estaba por allí cuenta que el emperador estaba tan impaciente que él mismo se ponía a ayudar a los trabajadores en la cantera, para que el trabajo fuera más rápido.

Cuando los embajadores de Isabel I de Inglaterra visitaron a Akbar en 1583, se asombraron al encontrar una ciudad que tenía más población y más riqueza que Londres. Solamente la mezquita imperial tenía sitio para 10.000 personas.

Celosía tallada en mármol en la tumba de Salim.
Toda la ciudad,tanto la piedra roja
como el mármol, parece tallada por un orfebre
   Sin embargo, la ciudad sólo se ocupó durante quince años. Dicen que cuando murió el santo Salim, Akbar, además de construirle una tumba maravillosa de arenisca roja recubierta de mármol blanco, quiso que descansara en paz y abandonó el sitio. Otros dicen que el problema de la ciudad era la falta de agua. También que Fatehpur Sikri no estaba bien defendida, porque su muralla era más simbólica que otra cosa, y el emperador prefirió regresar a Agra, ciudad que nunca había dejado del todo. El caso es que quedó intacta pero abandonada. Otra locura maravillosa. A día de hoy muchas mujeres acuden a visitar la tumba de Salim para pedir un hijo. Como recuerdo de su petición, dejan un lazo atado a las celosías

Y aquí está Carmina, en Fathepir Sikri en 1.985. Si hubiera sabido que veríais esta foto,
hubiera posado más sonriente.

jueves, 4 de junio de 2020

templo de Shiva. Isla Elefanta



Una noche en tren, un larguísimo viaje en avión (Madrid-Frankfurt-Nueva Delhi-Bombay) y directamente al puerto de Bombay: hay que aprovechar la marea. Casi una hora de barco y, por fin, la isla Elefanta. Mi primer contacto con India: el santuario dedicado a Shiva excavado en la roca. Silencio, fresco, tranquilidad.

En ese momento se me olvidó que estaba cansada, que estaba deseando darme una ducha, que tenía sueño y hambre, y empezó mi larga historia de amor con la India, que dura hasta hoy.

martes, 2 de junio de 2020

Catedral de Santo Tomás. Madras. India

La ciudad de Madrás es famosa por muchos motivos: entre otros varios, por poseer la segunda playa más larga del mundo, por sus famosas sedas (hay incluso un tipo de estampado concreto llamado Madrás) y por ser el lugar donde, según la leyenda, fue martirizado el apóstol Tomás.

Sea verdad o leyenda, en esta región se encuentra una cruz en un bajorrelieve de granito con una inscripción en pahlavi (persa antiguo) datada en el siglo VII, y la tradición de que fue allí donde murió Santo Tomás es muy fuerte en la zona. Es cierto también que en el Malabar o costa oeste del sur de la India, todavía existe un grupo de cristianos que aún usan un tipo de siríaco como lengua litúrgica. Sea como sea, alrededor de un 8% de la población de la ciudad de Madrás es católica.

   La catedral, llamada de Santo Tomás, está presidida por esta imagen de Cristo que ha adoptado parte del estilo y la iconografía de las imágenes del hinduísmo, como la flor de loto donde se apoya o la pareja de pavos reales (la fotografía está hecha en el momento en que movieron uno de ellos) que lo flanquean.

Si traigo aquí esta imagen es por la curiosa iconografía que presenta. El llamado "Cristo sacerdote" (por sus vestiduras) sobre una flor de loto y flanqueado por dos pavos reales.

En el hinduísmo cada divinidad tiene un animal que le sirve de montura. El pavo real es la que corresponde a Karttikeya, hijo de Siva y Parvati que dirige los ejércitos de Siva contra los demonios.

El loto, por su parte, aunque sea más frecuentemente asociado al budismo, es un símbolo muy importante para las religiones de origen índico y ya tenía una fuerte carga simbólica en el hinduísmo anterior al budismo. Representa la completa purificación del cuerpo, la palabra y la mente, y la eclosión de las acciones positivas en la liberación. El loto remite a varios aspectos del camino, ya que crece en el lodo (samsara), a través del agua barrosa, pero aparece inmaculado sobre la superficie (purificación), y finalmente produce una hermosa flor (la iluminación). La flor abierta significa la iluminación completa, y la flor cerrada significa el potencial para la iluminación. El color de la flor de loto también tiene connotaciones simbólicas.

Curiosa mezcla.

sábado, 30 de mayo de 2020

Extraños en Bombay


Hace ya muchos años que aprendí a no creerme (ni a creernos) el centro de todas las cosas. Esa tendencia que tenemos frente a otras culturas de creernos superiores en nuestras diferencias y demás, desapareció viaje a viaje, continente a continente.

Una de las formas más divertidas de este aprendizaje ocurrió en 1985, en mi primer viaje a la India. Para ese momento yo ya había viajado a Italia, Grecia, Inglaterra y Egipto, pero a ningún lugar tan exótico como la India.

Después de una noche en tren y un interminable viaje en avión, cambiando de avión Frankfurt y haciendo una wscala Delhi, llegamos a Bombay. Además del cansancio, nuestros cuerpos y mentes sufrían del típico jet-lag, y todavía nos quedaba lo peor. No teníamos tiempo de descansar porque había que aprovechar las mareas para ir a la isla Elefanta a ver unos templos excavados en la roca. De modo que nos llevaron directamente del aeropuerto al puerto de Bombay. Delante del impresionante monumento, la “Puerta de la India”, nos soltaron con la advertencia de que no nos separáramos para no perdernos entre aquella masa de gente.

No estábamos preparados para contemplar lo que se desarrollaba delante de nuestros ojos. Una multitud que se movía sin parar a nuestro alrededor, esquivándonos con habilidad, todas las mujeres vestidas con saris y los hombres con dhotis, el traje típico de un blanco deslumbrante, un conjunto de colores en las vestimentas de ellas y en los turbantes de los hombres que nos hacía pensar que estábamos mirando por un caleidoscopio, las flores amarillas, naranja y rosa que adornaban las trenzas negrísimas de niñas y jóvenes, el bullicio… No era raro cruzarse con señores muy mayores que llevaban con la mayor naturalidad turbantes rojos, naranjas, rosa fucsia… Estábamos como alelados. En medio de aquel maremágnum, en medio de aquella masa que parecía saber perfectamente a dónde se dirigía, el grupito de europeos pálidos y boquiabiertos, vestidos con nuestros vaqueros o chinos de color beige y verdoso, y con nuestras camisetas blancas de algodón, era como una isla. Sin decir nada, todos pensábamos ¡qué exótico es todo!

De pronto, se nos acerca una parejita joven y nos explican en un inglés bastante decente que eran de un pueblecito pequeño y que estaban de viaje de novios. Él llevaba una cámara de fotos en la mano y pensamos que nos iban a pedir que les hiciéramos una a los dos juntos. Pero resultó que lo que nos pedían era permiso para hacernos una foto a nosotros. Entonces nos dimos cuenta de que los exóticos, los raros, los extraños éramos nosotros. Por supuesto, nos agrupamos y sacamos nuestras sonrisas para aquella foto, pensando en el momento en que aquella pareja volviera a su pueblo y la enseñara a sus asombrados amigos y parientes, con el comentario de “¡Mirad qué gente tan rara se puede ver en la ciudad!”

Desde entonces, tuvimos muy claro que eso del exotismo y la rareza era muy relativo. Y nunca más nos volvimos a sentir el centro de nada.

Encantadores de serpientes. Jaipur. India


Delante del Palacio de los Vientos, estos encantadores de serpientes hacían realidad uno de esos tópicos que todos llevamos en la mente cuando llegamos a India. ¿Espectáculo para turistas? Pues claro. Pero en el fondo nos hubiéramos desilusionado un poco de no encontrarlos.