lunes, 13 de julio de 2020

El taxista turco. El Cairo (Egipto)



Hace unos años se hizo famoso en España un blog escrito por un taxista, que ganó un premio de blogs convocado por una revista. Realmente es una buena idea, ya que la inmensa variedad de especímenes que entran en un taxi cada día debe dar para escribir varias docenas de post a la semana. Pero también es verdad que el gremio de los taxistas daría para protagonizar un buen número de entradas a un blog. Ya han protagonizado, en el campo de la ficción, memorables escenas de películas y chistes a miles, pero también son los héroes de multitud de anécdotas que, inevitablemente adornadas, contamos una y otra vez.

Yo, como todo el mundo (quizás más que muchos, pues como no conduzco tomo bastantes taxis), tengo mi archivo de taxistas curiosos: los hay taciturnos, parlanchines, protestones, impávidos, de los que te largan un mítin apenas te has dejado caer sobre el asiento, fuguillas, lentos, aficionados a la música, a los toros, al fútbol, a la política, educados, maleducados… En general, tienen fama de ser machistas y de derechas. Y por lo menos aquí en Cádiz se daba por seguro que cualquier taxista tenía al menos una querida, porque sus turnos de trabajo facilitaban muchísimo que engañaran a sus mujeres. Tópicos, al fin y al cabo, como en todas las profesiones.

En algunos países, por desconocimiento del idioma, me he quedado con las ganas de pegar la hebra con algún taxista. En otras ocasiones eso no ha sido un impedimento: el mismo taxista tenía tantas ganas de charla que nos hemos dedicado a una trabajosa combinación de lenguaje de gestos con las palabras más conocidas de varios idiomas, lo que nos permitió una precaria comunicación. Según donde te encuentres, el que una turista europea tome tu taxi debe ser una agradable novedad que un taxista aburrido no desaprovechará.

Ya habréis oído más de una vez que no hay circulación más demencial que la de El Cairo. La práctica ausencia de señales de tráfico, la mezcla de animales (camellos y burros) con bicicletas, motos y coches y la costumbre de ignorar los semáforos y las señales pintadas en el suelo deben ser la prueba de fuego para cualquier conductor. Por las puertas abiertas de los autobuses rebosa la gente, que se sostiene en un equilibrio muy precario agarrada a una ventanilla o al brazo del que tiene al lado, a punto de desplomarse sobre los coches de alrededor. En cualquier momento se te puede cruzar un rebaño de cabras, aunque estés en la avenida más céntrica de la ciudad, y unos fardos enormes depositados sobre un diminuto carro, que además sirven de asiento a los integrantes de una familia numerosa, te obstruyen la visibilidad. Los cruces se convierten en deporte de riesgo, porque nadie cede el paso a nadie, y todo el mundo, sin bajar la velocidad, sigue su camino buscando huecos sin dejar de serpentear. No creo que nadie sepa allí lo que es conducir 200 metros en línea recta. Es imposible.

Después de una tarde de compras en Khan el Khalili, Carmina y tres amigas, con los pies como claveles reventones, se dejan caer en los asientos del primer taxi que pillan, soñando ya con la piscina y las tumbonas del hotel, situado un poco a las afueras. Saben que el trayecto puede ser comparable a la más salvaje de las montañas rusas que hayan probado, pero ya lo han hecho varias veces y empiezan a dar por hecho que nunca pasa nada. Esa ocasión, sin embargo, resulta un poco distinta, porque tiene el aliciente añadido de un taxista que está encantado con las clientas que la han tocado.

En cuanto nos oye hablar reconoce que somos españolas, y nos dice que es admirador de Franco (que, a todo esto, hace ya bastantes años que se ha muerto, pues todo esto ocurre en 1.983). Sin darnos tiempo a reaccionar, nos dice que él es turco, no egipcio, pero que lleva en el país mucho tiempo. Eso explica su aspecto, con el pelo rojizo y la piel blanca y con pecas. Como nosotras apenas abrimos la boca y nos limitamos a asentir con la cabeza, él decide llevar el peso de la conversación, y en un momento nos cuenta su vida. Eso sí, todo el tiempo vuelto hacia atrás, mirándonos a la cara. Nosotras ni respiramos, imaginándonos ya empotradas contra el chiquillo que monta un borrico, o contra el camión cargado de obreros que regresan del trabajo. Para mejor hacerse entender acompaña su conversación con abundantes gestos con las manos, para lo que suelta el volante constantemente.

Cuando ya nos ha contado su vida entera suelta el volante, se inclina hacia el otro lado  del coche y se pone a buscar algo en la guantera. En ese momento no sólo no está sujetando el volante sino que ni siquiera está mirando. Sin poderlo remediar, gritamos las cuatro. El taxista gira un poco el volante con el codo y sigue a lo suyo. Saca un sobre donde hay un montón de fotografías, y empieza a enseñárnoslas con todo lujo de explicaciones: son su mujer y sus hijos. A todo esto, sigue sin coger el volante. A esas alturas ya hemos salido del centro de El Cairo y circulamos por una autovía camino de nuestro hotel, lo que nos daría cierta tranquilidad si no fuera por el hecho de que, al disminuir el tráfico, va a muchísima más velocidad.

Para terminar de ponernos los pelos de punta, llegando a la altura de nuestro hotel hace una maniobra peligrosísima. Como el hotel está en la otra acera y nuestro taxista no tiene paciencia para llegar a un sitio donde pueda girar, por su cuenta y riesgo se cruza y atraviesa la mediana y los dos carriles del sentido contrario. Se para muy satisfecho diciéndonos que hemos tenido una gran suerte de encontrarnos con él, un turco honrado que tiene un gran cariño a los españoles, y no un egipcio ladrón que nos hubiera cobrado de más. Nosotras, con manos temblorosas, le devolvemos las fotos de los niños y sólo nos falta besar el suelo al bajarnos del taxi.

Cuando en otras ocasiones me han preguntado si no me da miedo viajar a Oriente Medio y otros lugares peligrosos, siempre digo que después de haber atravesado El Cairo en taxi con el turco pelirrojo, ya no hay nada en el mundo que me pueda asustar.


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