lunes, 13 de julio de 2020

Tras las huellas de Alejandro Magno. Khyber Pass, Pakistán




Para escribir el post anterior consulté mi pequeño diario del viaje a Pakistán y, sabiendo ahora lo que sé, se me ponen los pelos de punta al comprobar que estuvimos en lo que en aquella época era el lugar más peligroso de todo el mundo (al menos en el año 1.994). Entonces no teníamos ni idea, pero la zona donde se unen Pakistán y Afganistán, con Irán y China a poca distancia, era un espacio donde se desarrollaba (y se continuó desarrollando un tiempo) el tráfico de droga y el tráfico de armas a una escala increíble, donde rigen las leyes tribales, porque los phatans no aceptan las leyes ni el gobierno pakistaní, donde ni el ejército se atreve a entrar. Ahora sé que mientras me paseaba por los mercados de Peshawar acompañada solamente por otra chica, en esa ciudad y en ese momento Bin Laden estaba creando Al Qaeda. Mientras regateábamos alegremente por comprar cajas de lapislázuli, collares de granates, alfombras persas y afganas, chalecos bordados, turquesas y cajas de papier maché iraníes (vine de ese viaje cargada como una mula de las cosas más bonitas que nunca he traído del extranjero), a nuestro alrededor se movían terroristas, asesinos a sueldo, espías, traficantes de droga o armas a gran escala y lo mejor de cada casa en aquella parte del mundo.

Supongo que si hubiéramos sido conscientes de todo ello, no nos hubiésemos arriesgado tanto sólo por ver el famoso Buda del Museo de Lahore, las stupas budistas de Taxila, los jardines de Shalimar, el Khyber Pass o Mohenjo Daro ¿o sí? En aquella época teníamos un increíble convencimiento de que a nosotros no nos iba a pasar nada, porque al fin y al cabo éramos un grupo de pacíficos estudiosos a los que sólo interesaban museos y yacimientos, y siempre habíamos dado con gente tranquila y hospitalaria que sabían que no tenían nada que temer de nosotros.

El caso es que la obligatoriedad de llevar en todo momento un soldado con nosotros en lugar de escamarnos nos hacía gracia, y la prohibición de bajarnos del autobús en determinados puntos del recorrido nos fastidiaba en vez de hacernos pensar. Posiblemente se debía a que éramos jóvenes e ingenuos.

El soldadito, con su arma reglamentaria en mano, entraba y se sentaba silencioso en la última fila del autobús, No se movía hasta que bajábamos para visitar algún yacimiento. Entonces se unía al grupo y se movía entre nosotros, Se suponía que su mera presencia disuadía a cualquiera que fuera peligroso para nosotros. Al pasar por el siguiente cuartel se despedía de nosotros con una gran sonrisa (y una propinilla), se bajaba del autobús y otro subía en su lugar). Pero cuando nos acercamos a la frontera con Afganistán los soldaditos desaparecieron. Nos quedamos sin escolta y sin ángel de la guarda porque allí no entra el ejército, ni el gobierno cuenta para nada, solo las ancestrales leyes tribales.

Uno de los puntos fuertes del viaje fue el Khyber Pass, que es el paso montañoso que une Pakistán y Afganistán. Tiene cincuenta y tres km. de longitud, y en su punto más estrecho, sólo tres metros. Está bordeado por montañas altísimas que solamente pueden ser escaladas en algunos puntos. Por allí entró Alejandro Magno con su ejército en el 326 a. C., y le siguieron persas, mogoles, tártaros y turcos. Fue escenario de las guerras afganas y en enero de 1842 murieron allí aproximadamente dieciseis mil soldados británicos e indios. Las paredes de roca están cubiertas con las insignias de los regimientos que allí lucharon.



Para llegar hasta allí teníamos que atravesar territorio tribal, es decir, donde la ley del país no existe. Sólo la carretera y 15 metros a cada lado están bajo jurisdicción del gobierno. El resto está bajo la jurisdicción de los phatans y su código basado en el honor, la ley del Talión y la hospitalidad (el pathanvali). En el camino paramos en Landi Kotal. Mientras el autobús repostaba gasolina pensamos en bajar a echar un vistazo a los puestecillos de un mercado callejero que se extendía junto a nosotros. El guía casi nos gritó que ni se nos ocurriera bajar. Lo que se vendía en aquellos tenderetes era hachis, opio, heroína y toda clase de armas, desde granadas a misiles, desde un bolígrafo pistola a un kalashnikov. Además pueden imitar cualquier arma que el cliente quiera en los talleres que se encuentran en cada casa y cada local. Todo se hace abiertamente, y por todos lados los carteles anuncian la venta de armas.


Porque, a pocos kilómetros de donde estábamos, estaba Darran, otra aldea famosa por ser el supermercado favorito de narcotraficantes y delincuentes de todo el mundo. 


Unos disparos rasgan el aire sin que nadie pestañee. Es algo corriente en un pueblo de Pakistán especializado en la fabricación casera de Kalashnikovs, un negocio venido a menos.

En las colinas cercanas a Peshawar (en el noroeste de Pakistán), la aldea de Darra es desde hace décadas un centro en el que convergen criminales y narcotraficantes, así como coches robados preparados para toda clase de situaciones y pasaportes falsos.

Este tráfico vivió su apogeo en los años 80, cuando los muyahidines procedentes de Afganistán se abastecían de armas para luchar contra los soviéticos. Después llegaron los talibanes paquistaníes, que convirtieron la aldea en un bastión, en medio de una impunidad absoluta.

En la actualidad, sólo ha sobrevivido el comercio de armas, aunque decae, tras décadas de ventas florecientes. Los forjadores atribuyen este ocaso a la cada vez menor indulgencia del Gobierno y a la mejora de la seguridad.

"El gobierno del (primer ministro) Nawaz Sharif estableció puestos de control por todas partes, el comercio se paró", lamenta uno de ellos, Jitab Gul, de 45 años.

Gul es conocido en Darra por sus réplicas del subfusil MP5, una de las armas más utilizadas en el mundo, sobre todo por el SWAT, una unidad de élite de la policía estadounidense.

El precio de un MP5 auténtico puede alcanzar varios miles de dólares. El modelo fabricado por Jitab Gul, con un año de garantía, vale 70.000 rupias (67 dólares) y, según él, funciona perfectamente.

"Vendí 10.000 armas durante los últimos diez años y no recibí ninguna reclamación", afirma, mientras realiza una demostración con su MP5 en el patio del taller.

En su taller hace un calor sofocante. Los empleados hablan a gritos debido al ruido de los generadores. Con la ayuda de máquinas cortan la chatarra que reciben de los astilleros de Karachi, en la otra punta de Pakistán, y montan piezas con precisión.

En su momento de esplendor, el bazar contaba con una nube de pequeñas tiendas que fabricaban todo tipo de armas.

Aunque ilegal, este comercio se benefició durante un tiempo de la tolerancia del Gobierno, con poca autoridad en las zonas tribales fronterizas con Afganistán.

Los habitantes lo consideran legítimo y acorde con la tradición pashtún de la región, que asocia el culto a las armas de fuego con la virilidad.

"Los obreros son tan cualificados que pueden copiar cualquier arma que les muestren", asegura Gul. Se puede conseguir un Kalashnikov made in Darra por 125 dólares, afirma, o sea más barato que un teléfono móvil.

Pero los tiempos han cambiado y ahora el ejército persigue a los insurgentes en las zonas tribales y la violencia ha disminuido desde la emergencia de los talibanes paquistaníes en 2007.

Más de un tercio de los comercios de Darra se han transformado en ultramarinos o en tiendas de electrónica y la ciudad ha dejado atrás su pasado de lejano oeste, añoran los forjadores.

Una fábrica como la de Gul podía producir más de diez armas diarias y ahora no pasa de las cuatro "por falta de demanda", explica.

Los obreros culpan de ello al Gobierno y al ejército, que han multiplicado los retenes en las carreteras que conducen a Darra Adamjel. Además los extranjeros tienen prohibido viajar al lugar por motivos de seguridad.

Pese a no oponerse directamente al comercio de armas, el ejército exige a los habitantes de la zona que no brinden apoyo a los insurgentes y las autoridades intentan establecer un sistema de licencias.

La policía y unidades paramilitares se despliegan a la entrada del pueblo y su presencia intimida a los clientes, protestan los habitantes.

"Hace más de 30 años que trabajo aquí pero ahora me he quedado sin trabajo", comenta Muzamil Khan, sentado delante de su taller. "Estoy dispuesto a vender el equipamiento".

Según Muhamad Qaisar, fabricante de cartuchos en el gran bazar, había casi 7.000 tiendas pero casi la mitad cerró. Si el Gobierno no da marcha atrás "me temo que será el fin de Darra".

A nuestro alrededor toda clse de luminosos y anuncios con armas pintadas anuncian con toda naturalidad el principal negocio del pueblo. Cabizbajos, volvimos a nuestros asientos y nos resignamos a perdernos aquel escenario de película.

Seguimos hasta el paso y nuestra compañera de viaje especialista en Alejandro Magno nos habló del momento y las circunstancias en las qu Alejandro pasó por allí con su ejército, camino de la India. Y nos hicimos una foto de grupo (que no tengo) para inmortalizar el momento.

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