sábado, 30 de mayo de 2020

Extraños en Bombay


Hace ya muchos años que aprendí a no creerme (ni a creernos) el centro de todas las cosas. Esa tendencia que tenemos frente a otras culturas de creernos superiores en nuestras diferencias y demás, desapareció viaje a viaje, continente a continente.

Una de las formas más divertidas de este aprendizaje ocurrió en 1985, en mi primer viaje a la India. Para ese momento yo ya había viajado a Italia, Grecia, Inglaterra y Egipto, pero a ningún lugar tan exótico como la India.

Después de una noche en tren y un interminable viaje en avión, cambiando de avión Frankfurt y haciendo una wscala Delhi, llegamos a Bombay. Además del cansancio, nuestros cuerpos y mentes sufrían del típico jet-lag, y todavía nos quedaba lo peor. No teníamos tiempo de descansar porque había que aprovechar las mareas para ir a la isla Elefanta a ver unos templos excavados en la roca. De modo que nos llevaron directamente del aeropuerto al puerto de Bombay. Delante del impresionante monumento, la “Puerta de la India”, nos soltaron con la advertencia de que no nos separáramos para no perdernos entre aquella masa de gente.

No estábamos preparados para contemplar lo que se desarrollaba delante de nuestros ojos. Una multitud que se movía sin parar a nuestro alrededor, esquivándonos con habilidad, todas las mujeres vestidas con saris y los hombres con dhotis, el traje típico de un blanco deslumbrante, un conjunto de colores en las vestimentas de ellas y en los turbantes de los hombres que nos hacía pensar que estábamos mirando por un caleidoscopio, las flores amarillas, naranja y rosa que adornaban las trenzas negrísimas de niñas y jóvenes, el bullicio… No era raro cruzarse con señores muy mayores que llevaban con la mayor naturalidad turbantes rojos, naranjas, rosa fucsia… Estábamos como alelados. En medio de aquel maremágnum, en medio de aquella masa que parecía saber perfectamente a dónde se dirigía, el grupito de europeos pálidos y boquiabiertos, vestidos con nuestros vaqueros o chinos de color beige y verdoso, y con nuestras camisetas blancas de algodón, era como una isla. Sin decir nada, todos pensábamos ¡qué exótico es todo!

De pronto, se nos acerca una parejita joven y nos explican en un inglés bastante decente que eran de un pueblecito pequeño y que estaban de viaje de novios. Él llevaba una cámara de fotos en la mano y pensamos que nos iban a pedir que les hiciéramos una a los dos juntos. Pero resultó que lo que nos pedían era permiso para hacernos una foto a nosotros. Entonces nos dimos cuenta de que los exóticos, los raros, los extraños éramos nosotros. Por supuesto, nos agrupamos y sacamos nuestras sonrisas para aquella foto, pensando en el momento en que aquella pareja volviera a su pueblo y la enseñara a sus asombrados amigos y parientes, con el comentario de “¡Mirad qué gente tan rara se puede ver en la ciudad!”

Desde entonces, tuvimos muy claro que eso del exotismo y la rareza era muy relativo. Y nunca más nos volvimos a sentir el centro de nada.

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