Como a tantísima gente, no me gustan los lunes. Aunque una vez metidos en él, la cosa no sea para tanto, mi humor no es el mejor.
Por eso hoy he rebuscado entre mis cuadernos de viaje en busca de un lunes que hubiera resultado espectacular. Y he dado con él. Menos mal que tengo la costumbre de poner, además de la fecha, el día de la semana, porque cuando viajo durante más de diez días, y sin mis referencias temporales habituales, generalmente pierdo la noción de en qué día de la semana me encuentro. Así, aunque he recordado muchas veces este día, hasta hoy no tenía ni idea de que hubiera sido lunes.
El domingo habíamos llegado a Nepal. Ya nos habíamos recorrido una gran parte del noroeste de la India, y el cansancio se empezaba a notar. Y no sólo el cansancio físico, pues veníamos directamente desde Benarés, que nos había dejado a todos un poco tocados. Por eso, cuando en Katmandú comprobamos que desde allí apenas había vistas del Himalaya, la mayoría del grupo pareció conformarse. Confieso que, en esos momentos, yo tampoco habría tenido iniciativa alguna pero afortunadamente dos personas decidieron, por su cuenta, emprender una excursión por carretera para acercarnos a algún lugar desde donde se vieran mejor las montañas. Se enteraron del mejor lugar, hicieron las gestiones para alquilar un taxi y lo propusieron al resto. Merche, que me acompañaba se apuntó y me convenció a mí.
De forma que aquel lunes, a las cuatro de la mañana, ya estábamos en la puerta del hotel esperando a nuestro conductor. En ese momento nos daba un poco de envidia pensar que el resto del grupo se encontraba en sus camas, confortablemente bajo los edredones.
El sitio al que íbamos se llama Nagarkot. Está sólo a 35 km. de Katmandú, pero la subida era grande (a 2.286 metros) y la carretera muy sinuosa, así que nos habían advertido que tardaríamos por lo menos una hora. Como era noche cerrada, no había nada que ver, de forma que en el coche seguimos durmiendo. Aunque no del todo, porque aunque éramos bastante lanzadas y nuestro guía tenía todos los datos del taxista, decidimos que una de las cuatro estaría despierta, por turnos de 15 minutos, por si pasaba algo raro.
Vista desde Nagarkot |
Llegamos sin incidentes a Nagarkot, y nos encontramos con que ya había unos franceses apostados en el lugar, con sus trípodes y sus cámaras. De momento sólo notábamos un frío horroroso, aunque ya se empezaba a vislumbrar algo.
La salida del sol fue espectacular. Desde allí se pueden ver veinte cimas de más de 6.100 metros de altura, desde el Everest al este hasta el Dhaulagiri al oeste. Y lo mejor es que no llegó nadie más, porque la gente que hace esta excursión prefiere ir a Dhulikhel, que tiene dos estaciones de montaña con buenos sitios donde dormir y comer, aunque como está unos 450 metros más abajo, se ven menos cimas. Nosotras estábamos allí en plena carretera, dando patadas al suelo para entrar en calor, menos cómodas pero encantadas de la vida. Afortunadamente era una buena época del año para tener cielos claros.
Nuestro taxista resultó ser una alhaja y, como era temprano, nos ofreció parar en Bhaktapur en el camino de regreso.
Bhaktapur es una ciudad preciosa, bien conservada y bien restaurada. Aquellos que hayan visto la película “Pequeño Buda” recordarán los escenarios en que se desarrolla la vida de Sidharta hasta que abandona su ciudad. Pues bien, esas escenas están rodadas en las calles de Bhaktapur, incluso las que se supone que ocurren en el interior del palacio.
La ciudad estaba empezando a animarse, aunque todavía no había ni un turista a la vista. Fuimos a la plaza principal, la plaza Taumadhi, donde se encuentran algunos templos en forma de pagoda. Otro edificio antiguo en forma de pagoda ha sido restaurado y transformado en restaurante-cafetería (en primer plano en la foto). Tuvimos que esperar un poco a que abrieran, subimos al primer piso y nos instalamos en una mesa junto a una ventana, donde tomamos un chocolate muy caliente para entonarnos un poco. El chocolate lo acompañaron con unos dulces de masa frita, de forma que estábamos desayunando lo más parecido a un chocolate con churros que se puede encontrar fuera de España.
Debajo de nuestra ventana empezaba a formarse un mercado y allí se instaló un vendedor de yogures. Por lo visto el asunto de comprar un yogur es algo más complicado de lo que pueda parecer a simple vista, ya que los presuntos compradores se lo tomaban como un asunto de importancia, a la vista del tiempo dedicado. Los yogures se vendían en unos cuencos grandes de barro, sin tapar, y todo el mundo metía un dedo en cada cuenco para comprobar la textura, supongo. Por si aquel manoseo no era suficiente, el vendedor, sin duda para demostrar que tenían un punto perfecto, plantaba la palma de la mano sobre el yogur y le daba la vuelta al cacharro, para que todo el mundo comprobara que no se caía. Estábamos muy divertidas, pero decidimos que allí debíamos contener nuestra costumbre de comprar cosas de comer por la calle.
Después de observar durante un rato todo aquel despliegue, bajamos a dar una vuelta por las calles y a visitar uno de los templos de la plaza. Y, con un poco de prisa ya, vuelta a Katmandú.
Cuando llegamos al hotel el resto del grupo estaba desayunando. Vimos en el buffet los grandes cacharros de yogur y nos entró la risa, preguntándonos si el fulano de Bhaktapur sería proovedor del hotel. Como era un hotel de lujo, decidimos que no era probable, pero por si acaso, al contar nuestra excursión, omitimos el detalle del “reconocimiento digital” de los yogures.