En otra ocasión relaté mi llegada a Iraq, cuando todavía se encontraba oficialmente en guerra con Irán, y fue curioso comprobar como, durante dos semanas, nos movimos por el país con una libertad que se les negaba, por ejemplo, a los periodistas que habían ido a cubrir las elecciones generales que se celebraron en esos días. Fueron alojados por los iraquíes en el hotel Sheraton con todas las comodidades posibles, pero no pudieron dar ni un paso por las calles de Bagdad. Mientras tanto, nosotros caminábamos a nuestro antojo por la misma ciudad. Como consecuencia, en el viaje de vuelta a Madrid, en el avión, les contábamos lo que ellos no habían podido ver, y más de uno utilizaría esa información para escribir sus crónicas.
En Bagdad tuvimos una mañana libre, allí era justamente día de elecciones. En esa mañana, cuatro chicas nos acercamos al barrio chiíta de Khadimiya, y pasamos gran parte de la mañana recorriendo el mercado. Recuerdo que nos impresionó la gran cantidad de joyerías, con escaparates tan cargados de oro que no se podían mirar sin ponerse unas gafas de sol.
En una plaza encontramos la gran mezquita chiíta de Bagdad, y se nos ocurrió que teníamos mucha curiosidad por conocerla por dentro. En la plaza, en una especie de quiosco abierto, un montón de velos negros colgaban de unas perchas, por si alguien lo necesitaba para entrar. Desde la primera vez que viajé a Siria y tuve que usar uno de esos velos (con bastante aprensión por mi parte) para entrar en la mezquita de Damasco, yo llevaba a todos estos viajes el mío propio, siempre guardado en la mochila. Las otras tres no lo tenían, por lo que no tuvieron más remedio que coger uno de los que estaban allí colgados.
Decidimos que si nos tapábamos bien la cara y hacíamos lo mismo de todo el mundo nadie tenía por qué darse cuenta de quiénes éramos. Con la imprudencia que da la juventud nos unimos a la multitud que entraba. Al llegar a las puertas, nos fijamos en que todo el mundo las besaba con fruición (en la foto), y nosotras no íbamos a ser menos. Además, teníamos a la gente demasiado cerca y no nos atrevíamos a fingir, así que realmente pegamos los morros a la puerta con toda nuestra alma. Después de un paseíto por el interior, y con la intranquilidad de que alguien nos descubriera, no nos entretuvimos mucho y volvimos a salir.
Ya de vuelta en el hotel, almorzando con todo el mundo, cada uno hablaba de lo que había hecho esa mañana. Al nombrar nosotras el barrio y la mezquita, el guía empezó a contar lo importante que es esa mezquita para los chiítas, la cantidad de gente que se junta para la oración del viernes, y cómo era costumbre que los chiítas de Bagdad, cuando se les moría alguien, camino del cementerio se pasaran por allí, y sacando el brazo derecho del muerto del sudario que lo envuelve (lo llevan en unas parihuelas, sin ataúd), restregaran bien restregada la mano del cadáver por la puerta de la mezquita. En ese momento nos miramos las cuatro, cayendo en la cuenta de que habíamos puesto la boca en una puerta manoseada por todos los muertos chiítas de Bagdad y sus alrededores. Y a saber de qué habían muerto la mayoría.
Nos pasamos los días siguientes mirándonos al espejo con toda atención, casi esperando el momento en que los labios se empezaran a poner negros y se cayeran a trozos. Por lo tanto, y a pesar de lo sabio que se dice que es el refranero, hacerle caso también tiene sus riesgos.
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